Por Norberto Gallego
Gianbattista Perasso tenía 12 años (17, según otra versión) cuando, en 1746, arrojó una piedra contra un oficial austríaco, iniciando así una revuelta popular que expulsó a las tropas ocupantes de la ciudad de Génova. Sea real o ficticia esta historia, el apelativo del muchacho, Balilla (probablemente una deformación de Baciccia, diminutivo genovés de Battista) fue adopto colectivamente por los jóvenes fascistas a partir de 1919.
Es posible que la historia de Balilla/Perazzo, como las de otros héroes en otras latitudes, no fuera sino imaginería patriótica. Las élites intelectuales del XIX dedicaron lo mejor de sus esfuerzos a la creación artística, literaria y musical articulada en torno a sujetos nacionales. Esta invención de la tradición - según la feliz expresión de Hobsbawn - ponía en primer plano la construcción de artefactos simbólicos que llegaría a alcanzar un alto grado de sacralización. En el caso de Italia, con su tardía unificación, tal actitud se puso al servicio de una identidad cultural que se aspiraba a resucitar, una personalidad colectiva que se suponía adormecida.
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